29 TABLAS Y UNA FUGA
De
espaldas sobre la cama, María Luisa empezó una vez más la cuenta de las tablas
de techo, mientras un cuerpo torpe y pesado trataba de ubicarse entre sus
piernas.
“Una,
dos, tres, cuatro…” Generalmente los primeros empellones del hombre coincidían
con las primeras cuatro tablas, justo donde un nudo de la madera semejaba un
ojo curioso que atisbaba todo a su alrededor. Un ojo. ¿La estaría viendo desde
algún lado Leticia en ese momento? El recuerdo de la niña le hizo perder la
dureza de sentimientos que le exigía el momento, pero se repuso rápidamente
mientras la torpeza de aquél cuerpo, exacerbada por el alcohol no
conseguía hacerle mella. Tan sólo un sobajeo inmundo que trataba y trataba de
penetrarla, de quebrarla allí, justo en medio de su intimidad.
“Seis,
siete, ocho, nueve…” A casi un tercio de la anchura del cuarto necesitaba
concentrarse más pues le había pasado que, antes de llegar a percibir el rostro
de la niña, ella solía oír el murmullo de su voz. “¿Qué haces madre? ¿Por qué
lo haces?... No es necesario mamacita…Yo estoy bien. Ya nada me duele, mírame,
estoy sanita, como antes. Sólo que te
extraño tanto…”
María
Luisa apretó los dientes con fuerza e imprimió un cierto movimiento a sus
caderas para excitar más aún al hombre que bufaba de calentura y cansancio.
“Trece,
catorce, dieciséis…” ¿Cuántas veces había contado y recontado aquellas tablas
viejas, mudas testigo de su sacrificio? Varias, sin duda. Desde que llegó a
Tapachula hacía poco más de tres meses – repitiendo en penas la huella de su hija- no había tardado más de
una semana en emplearse en casa de Pascual A., conocidísimo potentado de la
región, ligado a las mafias de trata de blancas y drogas. “El patrón”, como era
llamado por la gente cercana a sus dominios, era un hombre demasiado rico,
libidinoso al máximo, que esgrimía su poder sin remordimientos a la hora de
saciar sus apetitos. Precisamente ese rasgo fue el que le permitió a ella
acceder sin trabas al puesto de cocinera que necesitaban en la casa. Sus bien
formados treinta y siete años junto a un rostro bello y tímido no pasaron
inadvertidos para el patrón. Eso, unido a su talento para la cocina - fomentado desde niña por su madre y abuela – la colocaron en cuestión
de días en un puesto llamativo, amén de necesario, dentro de la planta de
empleados.
“Dieciocho,
diecinueve…” justo al centro de la decimonovena tabla colgaba una pantalla de
colores en tres gamas de azules. A María Luisa le gustaba ese color…le hacía
pensar en cosas bellas y en la libertad que la aguardaba allá, en los límites
de Cuauhtémoc.
“Todo
un remanso”, pensó ella dos segundos antes de sobresaltarse al no poder evitar
mirar el cable eléctrico del que pendía la bujía y las telas de tonos azules.
El frágil cuello quebrado de Leticia, surcado de grietas moradas y rojizas se
le vino a la mente como
un golpe imposible de eludir.
“Veinte,
veintiuno, veintidós…” Ánimo, será por poco, había pensado ella la primera vez
que el patrón tocó a su puerta. Las noches de verano en Tapachula son calientes y húmedas a la vez
y es posible que una lluvia veleidosa haga su aparición fugaz para desaparecer
luego de la sorpresa como si nada. Esa misma humedad le había servido a María
Luisa para disimular las lágrimas del primer atropello consentido; falta que
por lo demás, era mínima considerando que el hombre gustaba de desaparecer a
jovencitas sólo por placer. Esta mujer era distinta: cocinaba como los dioses y
si además de ello poseía ese cuerpazo, él estaba allí para gozar de todo lo que
pudiese encontrar. “Tus pechos saben a especias”, le había dicho el puerco, tal
vez a causa de la cena degustada: unas sabrosas enchiladas a la chiapaneca que
ella había preparado con una dedicación fuera de lo común. Como si fuera un
ritual deshebró la carne de pollo para mezclar con la papa cocida. Un mole de
primera bañó la preparación de las finas tortillas, todo esto aliñado con queso
seco y rallado junto a especias de su propia elección. Ella no
había respondido nada, y con los ojos bajos – gesto que sabía a él le enardecía
- se dejó hacer, mientras en su mente rememoraba su casita, allá cerquita de
los manglares, su pequeño y bien surtido huerto que solía mantener siembre
reverdecido y la dulce voz de Leticia mientras recolectaba las hierbas medicinales
y aromáticas que eran usadas desde siempre por su gente. Leticia y Francisco.
Esos eran los nombres de sus hijos, sin apellidos limitantes: nada más que dos
regalos de la vida que la habían hecho sentir con creces una mujer bendecida.
Hacía sólo seis meses antes Leticia acababa de cumplir sus quince años. Hacía
seis meses atrás María Luisa aún no tenía esa estaca clavada en su corazón.
“Veintitrés,
veinticuatro, veinticinco…” El ritmo del hombre había menguado, no así los recuerdos
de la mujer. ¿Cuántas fueron en total? Las autoridades no pudieron asegurarlo.
Se calculaba que los cuerpos encontrados pertenecían por lo menos a una veintena
de niñas. Identificadas fueron catorce,
pero el resto estaba tan desmembrado después de la tortura y quema en el
intento de desaparecerlas, que no se sabía con exactitud. El lugar del hallazgo
era de difícil acceso, ya que se especulaba, habrían querido tirar los cuerpos
en terreno pantanoso para su ocultamiento, pero fortuitamente y para el bien de
muchos de los familiares, los tipos se habían conformado con dejarlas a mitad
de camino, cabriados tal vez del mucho trabajo que ello implicaba y seguros de
que el valor de esas vidas no importaba más que el de unas simples perras.
“Veintiséis,
veintisiete, veintiocho, veintinueve…” Un grito extraño brotó de la garganta
del hombre alertando a María Luisa del desenlace. Esta vez creyó escuchar la
voz de Leticia muy cerquita suyo y hasta visualizó (o imaginó) los ojitos
asombrados de su hija mirando la escena. “¿Cómo…cómo pudiste madre?”… La clara
luz color miel que irradiaban las pupilas de la niña le pareció a ella el mejor
de los augurios. Hizo un último meneo de caderas por si caso…pero nada, el
hombre estaba inmóvil y de su boca no salía ni un ronquido. Sólo una estela de
babas verdosa que caía sobre el pecho de María Luisa escurriendo hasta su
axila. Las sabrosas enchiladas con su toque maestro habían surtido efecto.
No
quiso incorporarse de inmediato. Relajada, buscó alguna señal de Leticia a su lado
pero no lograba verla. Entonces la llamó, suavecito: “Hija, hijita…ya está
hecho, cariño. Mira…este puerco no se mueve más. Leticia, cariño, ahora puedes
volver a casa a cuidar a tu hermano y rezar con él la plegaria de la noche”.
Esas y muchas otras cosas le musitó quedamente a su hija antes de agarrar el
pelo del hombre y voltearlo de un tirón. Luego humedeció un trapo para limpiar
su cuerpo profanado y sin perder un segundo sacó de bajo la cama su maleta
hecha. Eran exactamente las dos y un
cuarto de la madrugada. Nadie la vería salir y el boleto necesario para su
regreso estaba en su monedero. Por lo demás, no encontrarían huella extraña en
el cadáver. Nada que indicara algo distinto a muerte por infarto, algo de esperar
ciertamente, debido al peso y costumbres licenciosas del ya fallecido.
Antes
de cerrar la puerta María Luisa recorrió por última vez el techo de la
habitación como para cerciorarse de algo…quizás corroborar la cuenta de tablas
tantas veces hecha, o tal vez, buscaba saber por cuál de las caprichosas
hendiduras se había escapado Leticia. Era difícil saberlo y la duda la mantuvo
en suspenso por algunos segundos, pero luego volteó definitivamente,
segura en su interior, de que la niña la estaría esperando allá, en
casa, con el ruedo de su falda lleno de aromáticas hierbas para sazonar el
guiso.
Amanda
Espejo - Quilicura / Octubre-2011
1ª Publicación de la Agrupación Cultural Puerta Abierta Chile México - 2012
Enlaces relacionados:
http://www.letrasdechile.cl/Joomla/index.php/cuentos/2342-2340
Enlaces relacionados:
http://www.letrasdechile.cl/Joomla/index.php/cuentos/2342-2340
Querida Amanda:
ResponderEliminarLeí tu cuento "29 tablas y una fuga" y me gustó
mucho, también le gustó a Eliana y te manda felicitaciones. Yo no
había leído nunca antes algo tuyo y me parece excelente engrosar mi
lista de buenas narradoras chilenas.
Querida Amanda de los Zapatos Rojos
ResponderEliminarPrecioso tu Saludo...!!!...
He leído 2 veces tu Cuento y es muy bueno, espero publicarlo más adelante en nuestro portal, dentro una antología de cuentistas de Chile.
Buenos deseos también para ti, Amanda.
ResponderEliminarExcelente tu cuento de la Antología. felicitaciones.
Abrazos.
MARCO AURELIO RODRIGUEZ
Querida Amanda, lo he leído de un tiron sin respirar casi, y me ha parecido buenísimo, felicidades para tí,
ResponderEliminarUn escrito excelente.
ResponderEliminarTratándose de lectura soy muy exigente y no leo cualquier cosa; este cuento está muy bien escrito y me encantaron las imágenes que, aunque por una parte son de una crudeza que llega a lastimar la sensibilidad, contrastan a su vez con otras de una belleza y calidéz excepcionales.
También amé la descripción de la comida, los hijos y el pequeño huerto y cómo todo el cuento se desborda de fantasía incluso partiendo de un hecho infame, pero poco a poco se eleva y tiende a la belleza, a la libertad.
Quiero volver a leerlo, pues tengo por costumbre leer más de una vez aquellos textos que me han capturado para poner una atención más aguda y disfrutar cada detalle al máximo.
Te Felicito.
Un saludo afectuoso desde la Ciudad de México
Querida Amanda. Acabo de leer a mi madre de 96 años tu cuento 29 tablas y una fuga. Le encantó y te felicita. Un abrazo.
ResponderEliminarClara